ÚLTIMAS DECISIONES ~ Parte 2 ~ LA MUDANZA

Desde el interior de la vivienda se apreciaba un olor dulce, ajeno al polvo y al cemento. Las paredes recién encaladas reflejaban un blanco puro. Conforme Clara entraba en el salón, el aroma se fue acentuando. En la mano llevaba una cajita abierta por la parte superior que dejó sobre la mesa, todavía cubierta con una sábana al igual que el resto de muebles. La nariz de Francesco detectó el queso ricota y comenzó a salivar.
—Podría reconocer esos cannoli con los ojos cerrados —dijo a Clara agarrándola por la cintura.
—¿Y a mí? ¿Me reconocerías? —Clara notó como Francesco posaba la nariz en su cuello, y aspiraba con fuerza, lo que le provocó una risita.
—No hueles a cannoli. Pero... No estás mal. —Clara le dio un azote en el trasero—. Pensaba que ibas a venir con Roberto, ayer tenía muchas ganas de ver cómo está quedando vuestra casa.
—Nuestra casa, Francesco, también será tu hogar dentro de poco. Roberto está jugando con Calcetines. Se ha hecho una tienda de campaña con las mantas que le diste. Tu comedor parece un verdadero campamento.
Clara recogió su pelo por detrás de la oreja y Francesco le besó en la mejilla, ella giró la cara y selló el beso con sus labios.
—¿Eres feliz Clara?
—Creo que soy todo lo feliz que puedo llegar a ser.
Clara quitó la tela que tapaba el viejo sillón de Carlo, el padre de Roberto y se sentó acariciando los reposabrazos.
—Francesco, ¿podrías sacarlo a la calle?
—Pero Clara dijiste que…
—Ya sé lo que dije, no hagas que me arrepienta. Si lo dejamos aquí, cada vez que lo mire recordaré a Carlo sumido en su tristeza, con la mirada perdida. Por supuesto que quiero recordarlo, claro que sí. Él fue el amor de mi vida, como lo eres tú ahora.
—Y sigue siendo el padre de Roberto.
—Sí, tampoco quiero que él lo olvide. Pero no así. No de ese modo.
—Como tú quieras Clara, lo sacaré en cuanto termine de pintar esta pared, si te parece bien.
—He hablado con Mariella, su padre está enfermo y le vendrá muy bien. Casi no puede levantarse de la cama. —Sus manos continuaban acariciando el sillón de manera compulsiva—. Aquí seguro que podrá descansar sin estar apartado de su familia. Carlo era incapaz de dormir debido a los dolores, siempre necesitaba mantenerse sentado.
—¿Estás bien Clara?
—Sí —dijo como si hubiera salido de un profundo trance—, estoy bien. Esos cannoli no se van a comer solos, vas a necesitar energía.


Pocos días después, Calcetines descansaba dentro de una caja de cartón y Roberto la sujetaba con tanta fuerza que la aplastaba por el centro. Francesco cerró la puerta con llave y recogió del suelo una bolsa de mimbre llena de comida. Clara intentó sujetar la caja pero Roberto la apartó de manera brusca.
—Déjame mamá, puedo hacerlo solo.
—¡Vale, vale! Está bien. ¿Crees que Calcetines estará contento en nuestra casa? ¿No echará de menos la de Francesco? —Roberto se encogió de hombros, aunque su cara se llenó de preocupación.
—No creo que la eche de menos —dijo Francesco quitando hierro al asunto—, Roberto se ha convertido en su mejor amigo y vuestra casa es mucho más grande que la mía. Siempre que estemos juntos todo irá bien. ¿A que sí? —Clara asintió con una sonrisa.
—¿Me prometes que nunca nos vas a abandonar?
—¡Roberto! ¡Claro que no! Me vas a tener detrás de tu oreja todos los días como no hagas bien los deberes. —Francesco le alborotó el pelo y Roberto cerró los ojos con fuerza.
Caminaron cuesta abajo, en busca de la casa de Clara. Se ubicaba a tan solo un par de calles y el grueso de la mudanza ya lo habían hecho. Había comenzado a atardecer y las sombras empezaban a estirarse. Francesco saludó a una mujer anciana, pero esta ni tan siquiera le miró a la cara. Siempre se sentaba aprovechando una franja de sol que se colaba entre dos casas y Francesco pensó que se habría dormido. Detrás marchaba Roberto, seguía sujetando la caja con firmeza mientras observaba por un agujero como el gato se movía en el interior. La anciana levantó la cabeza cuando Clara pasó por su lado y dijo una sola palabra.
—Puta.
Clara se detuvo. Francesco se dio la vuelta y paró a Roberto, que como de costumbre permanecía ajeno a la escena. Tras unos segundos, Clara continuó su marcha y los tres llegaron a la casa.
—Francesco, entrad vosotros. Tengo que resolver un asunto.
—Clara, no le hagas caso. —Roberto ya había entrado, abrió la caja y Calcetines comenzó a olisquear el mobiliario con cierto recelo.
—No voy a permitir que una vieja me llame puta delante de mi hijo. Si lo dejo pasar, dentro unos días me lo estarán llamando en todo el barrio. Eso, si no lo hacen ya.


Un humillo vaporoso flotaba por la cocina. El aroma a aceitunas machacadas, anchoas y tomate te golpeaba en el tabique nasal con solo entrar por la puerta. Los únicos testigos del paso del tiempo eran la altura de Roberto, que había crecido casi un palmo, y las paredes. En su mayoría habían perdido el blanco impoluto y en una de ellas se estaba desprendiendo el estucado. Lo que de verdad importaba para ellos, era que aquella casa se había convertido de nuevo en un hogar.
—¡Mamá, ya estamos en casa! —gritó Roberto con solo asomar la cabeza por la entrada.
—¿Estamos? —contestó Clara desde la otra punta de la vivienda.
Francesco entró en la cocina y dejó una caja de contrachapado llena de herramientas, en el hueco que había entre dos muebles.
—He pasado por la escuela a recoger a Roberto. Hoy he terminado un poco antes. —Francesco aspiró el humillo—. ¿Puedo probarlo?
—Todavía no he añadido las anchoas, espera un segundo.
Desde el salón se escucharon tres fuertes golpes. La madre salió corriendo, pensando que algo podía haberle pasado a Roberto, pero lo vio sentado en el suelo jugando con el gato. Su cartera de piel estaba tirada en la alfombra, se había desabrochado y un libro de hojas amarillentas sobresalía.
—Roberto, debes de tener más cuidado con los libros, valen muy caros…
Tres golpes sonaron de nuevo de manera regular, fuerte y pausada. Clara abrió la puerta. Un hombre uniformado de anchos hombros se cuadró ante la presencia de la mujer.
—Busco a Francesco De Rossi.
—Sí, un momento por favor.
Francesco apareció detrás de Clara, la apartó y cogiendo el papel cerró de un portazo. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, junto a Roberto, y Clara hizo lo propio. Leyó la misiva sin mencionar palabra. El mentón se le empezó a arrugar y aguantó para no ponerse a llorar. Clara se tapaba la boca para disimular su aflicción, pero las lágrimas saltaban por encima de los dedos.
—¿Qué pasa mamá?
Tras unos segundos Clara se recompuso. Su mano apretaba con fuerza la de Francesco.
—Nada Roberto, lleva la cartera a tu cuarto y lávate las manos. Ahora vamos.
—El niño hizo caso sin rechistar—. ¿Es…? —Francesco asintió—. ¿Cuándo tienes que irte? —dijo con la voz rota.
—Dentro de cuatro días. El lunes, a mediodía.
Clara rompió a llorar desconsolada y se abrazaron. Roberto observaba la escena desde la otra punta de la casa, y aunque no podía escuchar lo que hablaban, creía entender que algo malo estaba pasando, porque su madre y Francesco llevaban varios minutos abrazados casi sin hablar.
—Roberto se va a morir de pena —susurró Clara—. Yo, me voy a morir de pena. —Habían deshecho el abrazo, y ahora sus cuatro manos se entrelazaban en un nudo de dolor—. Si te vas, ¿cuántas posibilidades hay de que vuelvas?
—Pocas, supongo.
—Esto no puede estar pasando… No puedo quedarme sola otra vez… Tiene que haber alguna manera de evitarlo. Podemos ir con mi hermana, allí no te encontrarán.
—¿A Francia? Ellos son el enemigo. ¡Nos tratarán de espías! Además tú y Roberto no tenéis por qué marcharos, aquí estáis seguros. Esto no tiene nada que ver con vosotros. Nadie va a atacar Sicilia.
—No pienso dejar que te vayas Francesco.
—No hay ninguna manera Clara, ya lo hemos hablado muchas veces y sabíamos que este momento podía llegar. 
—¡Algo podrás hacer! ¡No, no puedes abandonarnos!
Francesco se puso de pie y se apoyó en el dintel de la pequeña chimenea, pensativo.
—Podría cortarme un brazo, o una pierna…
—Oh, por Dios, Francesco. —Empezó a sollozar de nuevo.
—¡Pero podrían fusilarme igualmente por traidor! —Continuó cavilando mientras Clara se deshacía en lágrimas—. No hay ninguna posibilidad, Clara. Tengo que ir al norte y manteneros a salvo.
Un denso humo negro salía de la cocina, y el aroma a deliciosa salsa siciliana se había convertido en un agrio hedor. Francesco acudió a la carrera y apartó la cazuela del fuego. Clara continuaba sentada en la alfombra, y emitía un susurro casi agónico que solo ella podía oír.
—No es posible… No es posible… Yo podría conseguir que… —La respiración se aceleró y sintió que la yugular le iba a explotar con cada latido. La luminosidad de la habitación se desvaneció, como si alguien corriese un negro velo delante de sus ojos, y se desmayó.

Durante el día siguiente casi no se hablaron. Francesco abrazaba constantemente a Roberto, y el niño le correspondía con creces. Era pequeño, y distraído, pero en esta ocasión no era ajeno a lo que sucedía a su alrededor.

Aunque todavía faltaban dos días para su partida, Francesco decidió organizar sus enseres más valiosos. No eran más que un compendio de zapatos, herramientas de trabajo y una caja de terciopelo que contenía dos plumas estilográficas, que había recibido en compensación por un encargo impagado. Él no entendía de artilugios de escritura, pero le parecían caras y resolvió guardarlas por si llegado el momento, necesitaba una fuente de ingresos diferente a pintar casas o arreglar cañerías. Clara frotaba a Roberto con una pastilla de jabón cuando Francesco entró en el baño.
—Clara, tenemos que hablar.
—Sí, enseguida voy. Roberto frótate bien por las axilas y detrás de las orejas.
—Sí mamá, hasta que salga brillo —dijo burlón. Clara le devolvió una sonrisa forzada y salió del cuarto de baño.
—Ven —dijo Roberto llevándola al dormitorio. En una esquina había dispuesto varias cajas de zapatos y otros enseres. Clara se le abrazó—. Escúchame Clara —anunció separándola con suavidad—. Es necesario hacer esto. Esas son mis cosas más valiosas, además de vosotros.
—Oh, Francesco… —Clara tragó saliva.
—Escúchame Clara, es importante —Clara asintió—. Si no vuelvo y necesitáis dinero, véndelas. Esta mañana he firmado los papeles —dijo entregándole unas llaves—. Aunque sea poco más que una guarida, mi casa no tiene deudas, y si me pasa algo podrás disponer de ella. Todo lo mío es tuyo.
Clara lo observaba con los ojos vidriosos, conteniendo las lágrimas. Roberto entró corriendo en la habitación, solo llevaba puestos los calzoncillos y tenía el pelo empapado. Gritaba de pura rabia.
—¡Mentiroso! Me dijiste que nunca nos ibas a dejar. ¡Eres un mentiroso!
—Roberto, no os voy a dejar, yo…
—Tranquilo Francesco, yo hablaré con él —dijo Clara apesadumbrada, cogió a Roberto y salieron del dormitorio.
Aquella noche sin luna fue la más oscura del mes, y Clara tuvo que usar la luz de un candil para atravesar las lúgubres calles. Caminaba todo lo rápido que podía, puesto que no quería que Francesco se despertase y viera la cama vacía.
Llevaba puesta una pequeña manta sobre los hombros, sin embargo aquella noche el viento traía consigo un aliento cálido. Clara se asustó cuando las campanas sonaron, y temió ser descubierta por algún vecino insomne. Dio un vistazo y todas las ventanas estaban cerradas, por suerte o por desgracia las tres de la madrugada era la hora ideal para delincuentes y asaltadores. Tras varios minutos de caminata, Clara aporreó la aldaba de manera insistente hasta que un hombre con cara de sueño la recibió.
—¿Qué quiere señora? ¿No ha visto usted la hora que es?
—Excúseme, necesito hablar con el Consiglieri.
—¿Está usted loca? ¡Señora, la mafia en Italia ha desaparecido, aquí no hay ningún Consiglieri! ¡Caput! ¿No lee los periódicos? Todas las famiglias han emigrado a Estados Unidos o han sido asesinadas por Mussolini, el gran Mussolini. Ande, váyase a dormir, que va usted a coger frío. Buenas noches.
Clara se percató que el individuo trajeado iba a cerrar la puerta y la detuvo colocando el candil en el hueco. La hoja lo aplastó sin llegar a romper el cristal, tan solo un hilo de aceite cayó al suelo. El hombre volvió a abrirla.
—Dígale al señor Mancini que su hijo va con el mío al colegio —sentenció elevando el tono de manera progresiva—, y que si no sale ahora me pondré a gritar como una loca, como la loca que usted dice que soy, y todo el pueblo se va a enterar de quién es el señor…
—¡Shhhh! —chistó el hombre de la gabardina—. Pero señora, ¿al Consiglieri…? ¡Nada más y nada menos! Santa Madonna.
—Es urgente. 
—Pase —dijo una voz desde el interior.


El domingo por la mañana los tres fueron a dar un paseo. Hacía un día especialmente caluroso, aunque Clara eso ya lo imaginaba por el calor que hizo la noche anterior. Desde el lado norte del pueblo se podía observar una llanura repleta de naranjos, que era flanqueada por grandes campos de vid.
Francesco abrió la cesta y tendió una tela sobre la hierba. Un generoso trozo de pan hizo compañía a los tomates frescos y la carne seca. Descorchó la botella de vino que guardaba desde hace varios meses y le ofreció un poco a Roberto.
—No le des alcohol al niño. Todavía es pequeño para tomar esas cosas.
—Pero Clara, solo es un sorbo, para que lo tiente nada más.
—Prometo portarme bien todo el día —dijo Roberto con una sonrisa de oreja a oreja.
—Pero solo un sorbo. Vaya pareja estáis hechos.
Por la tarde estuvieron jugando a los naipes hasta que Calcetines, quién ganó todo el protagonismo, entró en escena. Por la noche Francesco acabó la botella de vino y tras hacer el amor con Clara, juntando los dos lechos por última vez, se quedó profundamente dormido.
En mitad de la noche, Francesco notó como alguien le zarandeaba del brazo.
—¿Qué pasa?
Abrió los ojos y vio a Clara junto a él. Estaba guapísima, y llevaba puesta la ropa de calle. Sobre los pies de la cama descansaba una maleta.
—Francesco, ¿confías en mí?
—Pues claro que confío en ti, pero...
—Prometiste que nunca nos íbamos a separar, y sé que no está en tu mano evitarlo, pero en la mía, sí.
—¿Qué has hecho, Clara?
—Lo único que podía hacer. Recoge tus cosas. Ya he guardado tus plumas y un par de zapatos en mi maleta, solo nos dejan llevar una por persona. Date prisa.
Todavía en pijama se asomó por la ventana. Un coche esperaba en la puerta con las luces y el motor apagados. En el exterior había un hombre con gabardina al que conocía a la perfección.
—Clara…
—Lo siento Francesco, no te pienso dejar marchar.
Clara esperó en el salón junto a Roberto, que sujetaba a Calcetines. El gato se había acostumbrado a los brazos del niño y ya no necesitaba una caja para transportarlo. Francesco se reunió con ellos a los pocos minutos y los tres salieron a la calle. Clara cerró la puerta y le entregó las llaves al hombre del coche.
—Señora Bianchi, el gato no puede subir en el coche.
—El gato se viene, y punto —dijo Clara sin dejar a Roberto la opción de rechistar.
—¡Como usted quiera! ¡Vaya mujer se ha echado amigo! —le dijo el hombre a Francesco.
—No lo sabe usted bien, amigo... No lo sabe usted bien.
Entraron en el coche, arrancó, y desapareció calle abajo con las luces apagadas.

Imagen de Négyesi Pál en Wikimedia Commons

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