MI MUÑECA FAVORITA

Nunca me he considerado una persona asustadiza. Ni siquiera de pequeña era una de esas niñas que por cualquier nimiedad se ponía a dar grititos agudos de los que te perforan el tímpano. Tampoco me ha ocasionado especial miedo la oscuridad ni me tapaba por las noches hasta el perfil de los ojos, intentando crear una barrera mentalmente inexpugnable formada por una vaporosa sábana de algodón. Jamás he experimentado un episodio de terror en el que, desconsolada, me pusiera a llamar a mi madre a viva voz en mitad del pasillo, ni me he hecho pis del pánico que sentía al escuchar un crujido en mi habitación o al observar la cortina moverse estando la ventana cerrada. No hasta que me regalaron aquella preciosa muñeca de porcelana.

—¡Teresa! —me decía mi madre—. ¿Es que no te gusta Candelita?

Ella decidió por su cuenta y riesgo llamarla Candela, porque por lo que a mí respecta, nunca mostré interés por pasar ni un solo rato con aquella cosa y mucho menos ponerle nombre. Además yo prefería llamarla Candy, por los dibujos animados que veía en la tele durante aquellos años.

Me dio repelús el solo hecho de verla en la caja. Al destaparla la vi allí, envuelta en un papel de seda blanco, con un cabello rizado que al tiempo descubrí que resultó ser humano. Me pareció como si fuera una momia a punto de ser despojada de sus vendajes y cuando vi su brillante cara regordeta, un escalofrío recorrió mi columna y erizó el vello de mis brazos. Sus ojos no se movían, pero todavía recuerdo la primera vez que mi madre la sacó de su envoltorio. Los párpados de la muñeca, con largas pestañas, oscilaban ante cualquier movimiento y producían un sonoro claqueteo que no se me olvidará jamás. 

Las tardes de tertulia con mi amiga Belén eran los mejores momentos hasta que Candy entró en nuestras vidas. Mi madre nos dejaba jugar con el tren de vapor de mi hermano, quien se creía demasiado mayor como para perder el tiempo con aquellas estupideces de críos pequeños. Se trataba de un pesado artilugio metálico que silbaba emitiendo un humillo blanquecino que desprendía un sutil aroma a aceite. Lo colocábamos formando un círculo y en el centro nos reuníamos con mis muñecas preferidas, planeando locas historias. Mi muñeca favorita era Tarta de Fresa. Aquella sí que era una buena compañera con la que pasar las noches y además olía a las mil maravillas, no como Candy, que atufaba a una mezcla de barniz y alcanfor rancio.

—Mira que sois… Ya que no jugáis con Candelita por lo menos sacarla del baúl para que os vea.

Mi madre la rescataba del fondo del arcón, retirando los cachivaches que yo había colocado encima de ella para no verla y la acomodaba en la estantería, al lado de la puerta de mi habitación.

Cuando Belén permanecía en mi cuarto era como si tuviese una aliada, alguien que me protegía de las garras de aquel engendro de sonrisa impertérrita. Pero en cuanto me quedaba sola…

He pensado muchas veces de qué manera podría explicar lo que sentía en presencia de Candelita. Supongo que el mejor modo de definirlo sería comparándonos con una débil gacela y un león hambriento. Ella esperaba a que me quedase indefensa en la soledad de mi dormitorio para darme caza. No la miraba nunca directamente, sobre todo cuando salía de mi habitación. Daba un leve vistazo con el rabillo del ojo para comprobar que continuaba ahí sentada y que no se había movido. Después me escurría hacia el pasillo sin mirar a la izquierda y lo atravesaba a toda velocidad como alma que lleva el diablo. Mis padres me reñían si me escuchaban zapateando por el pasillo, pero cualquiera iba despacio sabiendo lo que venía detrás.

Cuando no tenía más remedio que irme a dormir, me metía en la cama, abrazaba con fuerza a Tarta de Fresa con una mano y con la otra atenazaba las sábanas con el puño hasta que me dormía. Trataba con ello de aferrarme a mi mundo, por si aquel horrible ser me arrastraba al lugar de donde quiera que había salido. Si el sueño no me alcanzaba y el terror me superaba, lanzaba una mirada furtiva para comprobar que continuaba sentada. Aunque no podía ni quería ver la cara de Candy, sabía que seguía ahí, espiándome, porque la tenue luz de las farolas se reflejaba en sus barnizados mofletes.

La noche que escuché el golpe fue la primera que mojé las sábanas. Me desperté al momento del estruendo. Al principio creí que era mi padre preparándose para ir a la fábrica, pero al descubrir que todavía no clareaba y que el reflejo de aquellos mofletes no estaba, pensé que iba a morir.

Aquel engendro se había bajado de la estantería y venía arrastrándose hasta mi lecho. Casi podía sentir cómo tiraba de mis sábanas.
Grité pidiendo ayuda a mi madre, pero mi padre fue el primero en entrar, sobresaltado.

—¿Qué pasa Teresita, cariño? —me dijo el pobre hombre que en paz descanse. Nunca me había oído gritar y menos en mitad de la noche. Su mano tibia acarició mi rostro tembloroso. Mi madre apareció por detrás de él y sus caras, casi juntas, reflejaron la viva imagen del desasosiego. Tras explicarles el motivo de mi angustia, mi padre levantó del suelo a Candelita y la volvió a colocar en la leja.

—No pasa nada cariño. Es solo una muñeca —dijo mi madre mientras quitaba las sábanas.

—No la quiero —dije con una voz desinflada, por miedo a que aquel bicho me escuchase—. Llévatela, por favor.

Mi madre me la acercó y le dio un par de golpes en la frente con los nudillos. Su cabeza sonaba de una manera extraña, como si se hubiese quebrado con la caída. Me invitó a tocarla, en un último intento de salvarla del destierro, pero le dije que no me gustaba porque era mala y quería hacerme daño. Después rompí a llorar sin consuelo alguno y tras varios minutos de congoja, cuando recuperé la respiración, comprobé que Candelita ya no estaba.

Durante los siguientes años me desperté muchas noches llorando y hasta mojé de nuevo la cama en dos o tres ocasiones más. No lo recuerdo bien. Pensándolo mejor, no es que no lo recuerde, es que no quiero revivir aquel momento. Tal vez fueran más de veinte, pero ya no volví a ver a Candelita o Candy o como quiera que se llame a un demonio dentro del cuerpo de una muñeca, porque para mí eso es lo que era. Puede que se la dieran a alguna niña del barrio o de mi familia. Me da igual. Si la hubieran triturado, incinerado, enterrado, exhumado y vuelto a incinerar mi trauma no hubiese sido diferente.

El tiempo todo lo cura, dicen. Pero lo triste, lo cierto, lo real, es que el tiempo solo tapona los orificios por donde perdías la cordura y, por muy bien tapados que estén, la abertura no ha desaparecido. Esos agujeros siguen estando ahí, a la espera de que alguien o algo venga a abrir las compuertas.

Después de más de treinta años, ya no evito mirar mi reflejo en el tocador del baño si la luz está apagada ni necesito correr hasta la siguiente estancia donde reluce una lamparilla de noche. Sin embargo prefiero dejar a las muñecas de porcelana tranquilas y, a poder ser, en otra casa.

El único problema es que ahora trabajo en Valencia y no todos los días termino tan temprano como para poder volver a Alicante. Eso me obliga a quedarme con mi compañera Lucía. Tiene una casa preciosa. No es que sea un ático en el centro, pero lo fundamental es que es suya, está bien arreglada y hasta se ha llevado todas las cosas de su infancia.

Y sí, en efecto, expuestas en el comedor dentro de una gran vitrina, conserva dos muñecas de porcelana con semblante similar al de Candelita. Ojos inexpresivos de mirada perdida y sonrisa entreabierta. La muñeca de piel morena, además, está colocada de tal manera que cuando cruzas la entrada del salón, su mirada torcida a la derecha se clava en la tuya y te hiela el alma. La otra lleva un vestido rojo que contrasta con sus ojos negros, casi vacíos, que escudriñan el resto de la estancia en busca de Dios sabe qué.

Así, cada poco tiempo, Lucía y sobre todo yo, dos simples chicas mortales que en ocasiones toman un poco de vino tinto con queso trufado y ríen hasta bien entrada la noche, nos sentimos acosadas por un peligro que no es real y por un terror que sí lo es.

Lo bueno de todo esto es que ya no soy una niña. Ya tengo dos dedos de frente y en el fondo sé que las muñecas de porcelana no son ningunos demonios, no me van a matar ni absorber mis fluidos corporales mientras duermo, aunque intento no mirarlas fijamente para no provocar su cólera.

No es que aún me den miedo, sino que simplemente les tengo respeto y cuando por la noche me voy al cuarto que Lucía me tiene preparado, me aseguro de que mi habitación esté bien cerrada. Además, desde que escuché un crujido en el comedor a las tantas de la madrugada, siempre coloco una silla apuntalando la puerta.
Por si acaso.


Imagen cedida por el fotógrafo Xiqi Yuwang
en exclusiva para R. Budia - Blog de relatos


Curiosidades del relato:

Las primeras muñecas de porcelana se fabricaron predominantemente en Alemania entre 1840 y 1880. Se fabricaban con porcelana china, dándoles un aspecto lustroso característico, y el cabello al principio se pintaba encima, siendo las autoperipatetikos y las muñecas chinas en general un ejemplo de ello. Las muñecas parisinas se fabricaban en Alemania con porcelana blanca esmaltada desde 1850 en adelante.

Las muñecas de porcelana francesas y alemanas coparon el mercado desde 1860, y su producción continuó hasta después de la Primera Guerra Mundial. Estas muñecas llevaban pelucas, habitualmente hechas de mohair o con cabello humano.


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Comentarios

  1. Entiendo la aversión de Teresa hacia este tipo de muñecas. Víctor, tu relato me parece impecable.

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    1. Es estupendo que hayas podido captar la aversión que siente Teresa.😱

      De pequeño yo también sentía algo así, no tan extremo, pero me ocasionaban un poco ese repelús que siente la protagonista al final.🙄

      Me alegro de que creas que el relato es impecable.

      Gracias, gracias, gracias. 😃😃😃

      R. Budia

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  2. Me ha gustado mucho porque yo creo que todos como Teresa tenemos una fobia que no conseguimos olvidar ; Víctor lo has plasmado fenomenal me ha encantado el nombre de las amigas de Teresa

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    1. Totalmente. Las fobias nos persiguen haciéndonos olvidar que somos seres racionales y nos transportan a un universo paralelo, donde cualquier aberración se nos antoja más que posible. 🥺

      Me alegro de que te hayan gustado los nombres de los personajes, son de unas buenas personas que conozco.😊

      Un abrazo
      R. Budia

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  3. ¿Quien no ha tenido una sábana de "acero" indestructible" que le protegía de todo mal?.
    Los que ya tenemos una edad (más de 40), creo que recordamos el pestañeo de esas muñecas. Y ese olor a viejo, a rancio como expresa acertadamente Víctor......

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    1. Todavía fabrican sábanas de esas, lo que pasa que a nosotros ya no nos funcionan. 😂

      Los ojos y la cara de esas muñecas es todo un misterio. No sé qué cánones de belleza seguían, pero desde luego que a mí todas me parecen hijas del mismísimo Satanás.👹

      Si tuviera una máquina de triturar industrial y media tonelada de muñecas, pasaría una buena tarde de sábado.
      🤭

      Un abrazo.
      R. Budia

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  4. ¡Cómo entiendo a Teresa! Hace mucho que no veo una muñeca de porcelana y, después de tu relato, espero tardar mucho más. Has conseguido que me meta totalmente dentro de la historia. ¡Enhorabuena!

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    1. ¡Qué valiente eres Rebeca!

      Lo bueno es que la muñecas de verdad no están vivas con en los cuentos, o sí... 🤣

      Qué contento estoy de verte por aquí. Bienvenida a nuestra comunidad.

      Un abrazo enorme.

      💪🏻📖💙

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