NOMBRE EN CLAVE: TOBÍAS - EPÍLOGO





El frío de aquella mañana le abofeteó nada más abandonar el portal. Todos los años pasaba lo mismo. El verano se alargaba tanto que acababa a mitad de octubre y, para cuando quería darse cuenta, se encontraba a medio camino de casa al trabajo con una chaqueta tan fina que le pareció que iba en mangas de camisa. Por suerte, antes de llegar a comisaría, podía apearse en uno de los mejores refugios de Madrid.

—Buenos días, inspector Sánchez —dijo el camarero frotando las tazas con un paño. Era tal el volumen de clientela, que la docena y media de tazas nunca llegaba a secarse por mucha prisa que se diera en lavarlas.

—Buenos días, Enrique —afirmó Fermín Sánchez abriéndose paso entre la clientela.

—¿Qué va a ser? ¿Lo de siempre?

—Creo que hoy voy a doblar la ración, que vengo con el frío metido en los huesos.

—¡Hombre! —dijo el churrero alargando la última vocal—. Es que viene usted con la ropa justa. Un poco más y sale a la calle en mangas de camisa.

—Lo que yo decía —quiso pensar, pero acabó diciéndolo en voz alta.

—Pero está usted fuerte —rio el camarero.

—Ni fuerte, ni cojones. Ponme un chocolate de esos que haces en la fragua de Lucifer y media docena de porras, que se me van a caer los huevos al suelo.

—Y el cortado, ¿no?

—Después de los churros, claro. Eso no se pregunta, Enrique.

El churrero se metió detrás de la barra, donde un desconocido sorbía un café con leche en vaso de cristal. Rodeaba el recipiente con las manos, templándoselas, hecho que Fermín observó con cierta envidia. Y para más inri, el tipo llevaba una gabardina que parecía la mar de caliente. Hubo un momento en el que cruzaron las miradas y supuso que iba a acercarse para decirle algo, aunque se alegró de que el desconocido no lo hiciera. Sánchez no tenía el cuerpo como para conversaciones, así que, si se le ocurría tocarle las narices antes de que Enrique le sirviera el tazón de chocolate, cabía la posibilidad de que le soltase un puñetazo en mitad de la cara y le quitase la chaqueta. Por gilipollas. Pensar en ello le hizo sonreír y negar con la cabeza al mismo tiempo. 

Ahuecó sus manos y sopló un cálido aliento en el interior que no sirvió de mucho, sin embargo, le ayudaba psicológicamente. Después las frotó con energía y trató de recuperar la circulación, pero solo consiguió calentarse tras medio plato de porras. Sus cálculos eran bastante exactos, porque el chocolate disminuía a la misma velocidad que el contenido del plato y eso le alegraba. Le jodía mucho que se terminasen las porras y encontrarse con que la taza todavía estaba medio llena, o lo que era muchísimo peor, que se acabase el chocolate quedando un churro sobre el plato. Se empujó otros dos churros con su correspondiente mojeteo casi sin respirar. Restregó la servilleta por su boca tratando de eliminar el chocolate que apelmazaba algunos pelillos de su barba y respiró aliviado por haber entrado en calor, a falta del último envite en forma de aquella crujiente masa frita.

Ya no le importaba si el desconocido que no paraba de mirarle de reojo venía a tocarle las pelotas. Llegado el caso podría despacharlo con sumo gusto, o tal vez incluso le escuchase. Vete tú a saber. Como si hubiera podido escuchar sus pensamientos, el hombre de la gabardina se ajustó el sombrero a juego y se acercó a Sánchez en cuanto dejó la servilleta arrugada sobre la mesa.

—¿Es usted el inspector Sánchez?

—Me da que lo sabe usted de sobra.

El desconocido asintió.

—Le espero fuera, inspector. —Dejó unas monedas sobre la barra, recogió el maletín del suelo y salió del local.

—Pues se va a joder, porque no voy a dejar que se me enfríe el último churro —dijo en voz alta aunque sus palabras se perdieron entre el vocerío y nadie las escuchó—. ¡Enrique, el cortado!

—¡Marchando! —dijo el camarero y el café cayó al estómago del inspector casi antes de salir de la cafetera.

Al salir al exterior limpiándose los labios con una servilleta que se había vuelto transparente debido a la grasa, creyó que el desconocido había desaparecido. Sin embargo, reparó en que solo se había alejado un poco, hasta una plaza cercana concretamente y, sentado en un banco, sujetaba el maletín debajo del brazo.

Por un momento pensó en marcharse a la comisaría y olvidar al singular tipejo, pero y si resultaba ser… Definitivamente, se había despertado su interés por averiguar qué querría aquel hombre misterioso con cara de loco. Mientras se acercaba, le asaltaron las dudas, y se preguntó si la curiosidad podría matar al gato, tal y como rezaba el refrán, por lo que estuvo a punto de darse la vuelta. 

—Me cago en todo lo cagable. Venga, Fermín, cagüen diez —susurró. Se plantó delante del banco y abrió el tercer botón de la fina chaqueta, por si acaso—. ¿Qué es lo que quiere? ¡Vamos! ¡Desembuche o me lo llevo al calabozo por instigador!

El solo pensamiento de volver a una celda le hizo estremecerse.

—¿Instigador? Se equivoca conmigo. Estoy aquí porque usted ayudó a un hombre hace unas semanas —afirmó sin cambiar el gesto ni un ápice.

—Ayudo a mucha gente —contestó con su voz ruda que ahora sugería un trasfondo cargado de inocencia—. A ver si usted se piensa que solo nos dedicamos a dar palizas y a hablar bien del caudillo…

—Lo sé, le conozco más de lo que usted cree.

El policía resopló y se sentó al lado del desconocido.

—Mira, chaval. Esas frases ya me las conozco todas…

—Es usted una buena persona —dijo Tobías y continuó hablando de manera ininterrumpida—, y su mujer y sus hijos también lo son. Usted hace todo lo que puede por los demás, incluso cosas que podrían rayar la frontera de lo legal. Todo lo legal que se puede ser trabajando para un dictador, claro está, pero en la mayoría de ocasiones usted no piensa en eso. Se centra en el trabajo, en las personas, en su motivación para no romperle la cara al gilipollas de turno que le toca los cojones a dos manos, porque quizá no valga la pena pasar tres días con dolor de nudillos. A veces se plantea si le sale a cuenta perder parte de su salario mensual para subvencionar a los maltratados por la vida, buscarles un sitio para dormir, darles comida o encontrarles trabajo. Y por eso estoy aquí. Usted ayudó a un tal Andrés y sabe dónde está. Le han preguntado por él tres veces esta semana, incluso le han amenazado, sin embargo, usted lo sigue protegiendo. Todas esas cosas podrían llegar a oídos de sus jefes y lo tendría muy, pero que muy difícil para irse de rositas, en cambio, a usted le trae sin cuidado. Usted es un trozo de carne con ojos incapaz de hacer daño a nadie, a no ser que realmente se lo merezca, una perdiz en mitad del campo que desconoce la cantidad de cazadores que le acechan, un…

—¡Cállate ya, hombre! ¡Me estás volviendo loco, joder!

Durante un corto espacio de tiempo se hizo el silencio. Solo se escuchaba el leve traqueteo del tranvía que cruzaba la avenida y un par de señoras que cuchicheaban en francés y reían entre dientes. Vestían de manera muy similar; zapatos gruesos, faldas hechas con telas recicladas adornadas con cintas de colores, y cabello recogido cubierto con sendos pañuelos color crudo. Hace unos diez años hubieran vestido mucho mejor, pero con la seda y el nailon requisado para fabricar paracaídas, el lujo de los años 30 resultaba casi antipatriótico.

—Mira, chaval. No sé de dónde te has sacado todo eso, pero te estás equivocando conmigo. Yo no conozco a ningún Andrés y no soy nada de eso que dices.

—Su cartera.

—¿Qué? No te entiendo. ¿Ahora me quieres robar? —dijo, y a través del hueco de la chaqueta que había dejado abierto, echó mano a la sobaquera donde alojaba la pistola.

—Su cartera está rota, y las monedas se cuelan de manera constante en el compartimento de los billetes. Cuando ha ido a pagar ha pensado otra vez en tirarla, en comprarse una nueva, pero no puede deshacerse de ella porque le recuerda demasiado a él, y tirar la cartera sería como darle la espalda, borrar su recuerdo.

Si me deja darle un consejo, creo que debería guardarla en un cajón, comprarse una nueva y dejar esa guardada para el recuerdo y las cumplidoras polillas. Créame, no va a volver. Si alguna vez siente ganas de recuperar el poco aroma que quedará de su padre, sáquela y pasee la nariz por encima del cuero, pero deje que los muertos descansen en paz. Ellos lo necesitan tanto como usted. Descansar, me refiero.
En esta ocasión Sánchez no le interrumpió. Se dedicó a reclinarse en el banco y a encenderse un cigarrillo que le supo como si se fumara un corcho. Denso humo inundando sus pulmones tal que pura brea. Tal vez había llegado la hora de dejarlo.

—No sé cómo sabe todo eso, pero… —pausa—, me da miedo —dijo con una sinceridad tan absoluta que incluso Tobías se sintió mal por lo que le había dicho. Ahora hasta le llamaba de usted—. ¿Qué quiere de mí?

—Ya se lo he dicho antes. Necesito saber dónde está Andrés, o por lo menos, que usted me diga si está bien, si necesita algo, porque no he podido verlo aquí —dijo atreviéndose a golpear un par de veces con el índice la frente de Sánchez.

—No puede verlo porque… —Hizo una pausa tan prolongada que las mujeres salieron de la plaza, se sentaron en la parada y tomaron el siguiente tranvía—. Porque él me dijo que tal vez usted viniera a por mí. ¡Pensé que estaba completamente loco! ¿Sabe usted? Y eso era también lo que me dijeron los que vinieron a buscarle.

—Pero, aún creyendo que estaba ido, usted ha bloqueado ese recuerdo, el pensamiento que revela dónde se oculta Andrés y necesito… —Como un relámpago que atraviesa el firmamento la idea apareció en la cabeza de Sánchez y Tobías pudo leerla al instante—. ¡Su mujer!

—¡Santo Dios Jesucristo! —dijo santiguándose—. ¡Es cierto que puede hacerlo! La madre del cordero… Por favor, oiga, no meta a mi mujer en todo esto, de verdad se lo pido. Ella solo lo ha llevado a un lugar seguro.

—Pero ¿está bien?

—Sí. Nosotros nos ocupamos de él. De momento.

—Con eso me basta. —Se puso en pie y señaló el maletín—. Eso tal vez les ayude.

Se abrochó la gabardina, se dio media vuelta y comenzó a alejarse. Fermín abrió el maletín y, tan pronto la imagen que se reflejaba en su cristalino, atravesó la córnea y llegó a la retina, su boca se desencajó como la puerta de un castillo a la que se le han roto las bisagras. Múltiples fajos de billetes atestaban el maletín hasta los topes. Con torpeza, volvió a colocar el cierre y se puso en pie.

—¡Oiga! ¡Esto es una barbaridad!

—¡Lo sé! ¡Pero no lo diga en voz alta!

Sánchez se acercó corriendo y continuó caminando a su lado.

—¿Cómo lo ha…? —Sacudió la bolsa repleta de billetes mientras los dos seguían caminando—. ¡Oh, Señor! Me buscarán por esto —dijo intentando calcular el dinero que había dentro, aunque le resultaba imposible—. Es demasiado dinero. 

—Tranquilo, inspector. De donde lo he sacado nunca sabrán que lo he cogido. No se preocupe. Y por cierto, tiene que dejar de fumar, no es bueno para su salud y además sabe a corcho quemado.
Sánchez se detuvo en seco y reflexionó sobre si el desconocido le había introducido aquella idea en la cabeza. Demasiada coincidencia.

—¡Gracias! —Ninguna reacción por parte de Tobías, quien ya se había alejado una decena de metros—. ¿A dónde va a ir usted ahora?

Tobías se giró y miró fijamente a Fermín. El inspector notó que una compuerta se abría en su cabeza y una corriente de aire agitó los papeles del suelo de su mente, viejos pensamientos llenos de polvo que había dejado caer hace tiempo. Entonces supo que el desconocido le iba a hablar sin abrir la boca.
—A Berlín. Hay algunas cosas que tengo que arreglar, pero no se lo diga a nadie.

Fermín asintió casi temblando, y ahora no era de frío. Estrechó el maletín bajo el brazo, dio la espalda a Tobías y se marchó andando a paso ligero en dirección contraria a la comisaría.

Apretó el culo, acelerando el paso como nunca lo había hecho y notó que le sudaban las axilas, las manos y hasta las pestañas. El frío se había marchado a Cuenca, o tal vez a Siberia, porque ahora mismo le ardían hasta las entrañas. «Madre del amor hermoso. Cuánto dinero, Fermín». La barriga empezó a dolerle como si una rata ponzoñosa se hubiese instalado a vivir allí e hiciese un aperitivo con sus intestinos. Incluso tuvo que obligarse a disminuir el paso, porque se dio cuenta de que estaba a punto de echar a correr.

Cuando llegó, se giró para comprobar si alguien le había estado siguiendo, se secó las manos en los pantalones, miró de nuevo el contenido de la bolsa, volvió a cerrarla, se frotó la cabeza, resopló y entró en su casa con una sonrisa de oreja a oreja mientras gritaba el nombre de su mujer.




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Comentarios

  1. 👏🏻👏🏻👏🏻✍️ olé

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  2. Me gusta este final , el bueno de Fermín tiene su recompensa , bueno todos tienen su recompensa , bien por los buenos y justos finale . Eres bueno Víctor muy bueno.

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    Respuestas
    1. Muchas gracias, Gome. Pero no te vayas acostumbrando que no todos los finales van a ser tan buenos como este. La vida está llena de desazones y muchos finales no son tan justos como nos gustaría, por eso me veo en la obligación de reflejar la tragedia en algunos de ellos, aunque, como lectora, respetaré tu derecho a quejarte. 😄

      Un abrazo.

      💙📖😎

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