EL PÁRROCO





La iglesia se empezaba a vaciar poco a poco. Las caras de los dolientes, unas más tristes que otras, reflejaban el sufrimiento de haber perdido a alguien tan joven. Un hermano, un hijo, un novio.

Los pasillos repletos de crisantemos, rojos, amarillos y púrpura, despedían un aroma dulce que se incrementaba con los rayos del sol.

Un teléfono sonó en la sacristía y el párroco fue a silenciarlo.

—No sé cómo lo he dejado encendido —dijo, y descolgó—. Dime, Javier.

—¿Estabas rezando, haciendo cosas de curas? ¿Molesto?

—Oye, un poco de respeto. Porque seas mi hermano, no te lo voy a consentir todo. ¿Qué pasa?

—He tenido un sueño.

—Un sueño… Y para eso me llamas.

—Sí. Alguien, una mujer, tropezaba con la pila esa de bautizar, la rompía y el chaval que había en un ataúd se levantaba.

—Se llama pila bautismal. ¿Ya está, eso era todo?

—Sí, me resultó extraño y quería decírtelo.

—Menuda tontería —contestó el párroco, y colgó el teléfono, pero de quitarle el sonido y meterlo en el cajón, se escuchó un imponente estruendo en la Iglesia.

 

 
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