ÚLTIMAS DECISIONES
CAPÍTULO I
LA CARTA
1.
Francesco
dio un respingo al notar que alguien le tiraba de la pernera del
pantalón. Por poco no dejó caer al suelo el paquete que sostenía en las
manos.
—¡Hola Francesco! —dijo el niño y salió corriendo hacia su madre.
—¡Roberto! No molestes al señor De Rossi —dijo alborotándole el pelo.
—Pero
si no es molestia señora Bianchi. Y llámeme Francesco, al fin y al cabo
nos conocemos toda la vida. Solo ha venido a saludarme. ¿Verdad
Roberto?
El
niño asintió y se acercó a la cristalera que daba a la avenida. El sol
golpeaba con fuerza el vidrio y un gato negro restregaba su lomo a lo
largo del cristal. Se tumbó sobre la caliente repisa.
—¿Viene a recoger algún envío de su mujer? Hace ya años que no la veo.
Clara observó cómo Francesco apartaba su mirada y cayó en la cuenta de la indiscreta pregunta.
—Lo siento, no quería meterme donde no me llaman.
—No,
no. Tiene toda la razón. Eva lleva más de cinco años en Berlín. Al
principio decía que su padre la necesitaba en el partido, pero ahora
creo que era una simple excusa para marcharse. Por desgracia mi corazón
nunca la ha dejado irse.
—Mi
marido también se marchó sin mi permiso. Parece que los dos nos
encontramos en una encrucijada. —Clara sintió como se repetía la mirada
esquiva de Francesco. —¿Por qué he dicho eso? Ahora pensará que estoy
insinuándome. ¡Oh por Dios, Clara! Qué desastre de mujer eres… —caviló
con tanta intensidad que casi podían leerse sus pensamientos.
—¿Cómo lo lleva Roberto? —inquirió Francesco.
—¿Lo
de su padre dice? Bueno, no hay día que no se acuerde de él. Me
pregunta que cuándo va a volver de viaje, y que sí ya le han curado del
todo. Yo le digo que por la guerra no le permiten volver. Hay veces que
me dan ganas de abrazarle y contarle la verdad. Creo que cuando lo
descubra me odiará de por vida. Tal vez, con un poco de suerte, este
maldito conflicto nos mate a todos y así no tenga que contárselo.
—¡No diga eso mujer! Si se enfada ya se le pasará cuando tenga uso de razón. Lo importante es que usted no se rinda.
Clara se encogió de hombros y exhibió una sonrisa forzada.
—Sabíamos
de la enfermedad de Carlo desde hace años, pero no se podía hacer nada
más que esperar. Al final, cuando la salud casi le había abandonado por
completo, ya no podía ni reconocerlo. No era él. Era un triste recuerdo
del hombre que amé durante tanto tiempo. —Hizo una pausa y tomó aire—. Y
cuando terminó su sufrimiento, se desvaneció el mío también. Y lo peor
de todo es que me sentí bien, y eso me hace sentirme mal cada vez que lo
recuerdo. No sé cómo explicarlo. —La voz le empezaba a fallar.
—No hace falta que expliques nada, Clara. Si necesitas algo…
Pero
antes de finalizar la frase Clara negó con la cabeza y susurró un no
casi pronunciado con un aliento. El nudo en la garganta había venido
para quedarse.
—Cada
semana venimos a mandar un telegrama a Suiza, donde se supone que está
su padre. En realidad se lo mando a mi hermana que vive en Francia,
¿sabe?
El niño se acercó a toda prisa y estiró a su madre de la plisada falda azulada.
—¡Está
muerto! —dijo Roberto gritando—. ¡Mamá, está muerto! ¡Pensaba que
estaba vivo, pero está muerto! —Su madre lo miró con los ojos
desorbitados.
El
niño señaló al gato que dormía ocupando gran parte de la cornisa,
dejando colgar sus patas al aire. La madre exhaló con nerviosismo y se
apartó de ellos. Francesco creyó que Clara vomitaría en cualquier
momento.
—¿Te gustan los gatos Roberto? —dijo Francesco repitiendo el gesto que había hecho su madre removiéndole el cabello.
—Me súper encantan.
—Pues yo tengo un gato atigrado precioso.
—¡Ostras!
—dijo casi tapándose la boca al mismo tiempo. Por suerte su madre había
comenzado a rellenar un formulario y no le escuchó—. Caramba, qué
suerte tiene usted Francesco. ¿Puedo ir a verlo?
—No
creo que sea lo más conveniente, pero si algún día pasas por mi calle,
Calcetines y yo nos podemos asomar a la ventana para saludarte.
—Calcetines... ¡Me gusta el nombre!
Clara
continuaba con la cabeza metida en el formulario y Francesco no podía
ver su cara, sin embargo podía percibir que estaba casi llorando.
— Me marcho, que estoy impaciente por abrir el paquete. Nos vemos otro día Clara. ¡Nos vemos Roberto!
El niño asintió y la madre se despidió con la mano sin girar el rostro.
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2.
Francesco
estaba sentado en la acera. Entre sus piernas descansaba el paquete
abierto. Sujetaba una carta y un colgante con forma de cocodrilo pendía
de su mano. Las lágrimas corrían por sus mejillas. Al ver que Clara y
Roberto venían calle arriba, se levantó y quiso entrar en su casa.
—¿Te pasa algo Francesco? —preguntó Clara.
—Es
la carta de Eva, no puedo con esto. ¡Maldita sea! —Arrugó el papel
entorno al colgante y lo lanzó con todas sus fuerzas—. Lo siento
Roberto, otro día te presentaré al gato —dijo con la voz rota.
—Vale.
Francesco cerró la puerta de un golpe. Clara buscó la bola de papel, la abrió y la leyó en silencio.
Clara recogió el colgante, se lo puso en el cuello y posó la mano encima.
—¿Cómo me habías dicho que se llamaba el gato de Francesco?
—Calcetines. Es un gato-tigre, ¿sabes?
A Clara le provocó una risita y le hizo sentirse bien. Cogió a Roberto de la mano mientras volvían hacia la casa de Francesco.
—Vamos.
Al fin y al cabo, yo también quiero conocer a alguien especial. No
todos los días se tiene la oportunidad de conocer a un gato-tigre.
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CAPÍTULO II
LA MUDANZA
1.
Desde
el interior de la vivienda se apreciaba un olor dulce, ajeno al polvo y
al cemento. Las paredes recién encaladas reflejaban un blanco puro.
Conforme Clara entraba en el salón, el aroma se fue acentuando. En la
mano llevaba una cajita abierta por la parte superior que dejó sobre la
mesa, todavía cubierta con una sábana al igual que el resto de muebles.
La nariz de Francesco detectó el queso ricota y comenzó a salivar.
—Podría reconocer esos cannoli con los ojos cerrados —dijo a Clara agarrándola por la cintura.
—¿Y
a mí? ¿Me reconocerías? —Clara notó como Francesco posaba la nariz en
su cuello, y aspiraba con fuerza, lo que le provocó una risita.
—No hueles a cannoli.
Pero... No estás mal. —Clara le dio un azote en el trasero—. Pensaba
que ibas a venir con Roberto, ayer tenía muchas ganas de ver cómo está
quedando vuestra casa.
—Nuestra
casa, Francesco, también será tu hogar dentro de poco. Roberto está
jugando con Calcetines. Se ha hecho una tienda de campaña con las mantas
que le diste. Tu comedor parece un verdadero campamento.
Clara
recogió su pelo por detrás de la oreja y Francesco le besó en la
mejilla, ella giró la cara y selló el beso con sus labios.
—¿Eres feliz Clara?
—Creo que soy todo lo feliz que puedo llegar a ser.
Clara quitó la tela que tapaba el viejo sillón de Carlo, el padre de Roberto y se sentó acariciando los reposabrazos.
—Francesco, ¿podrías sacarlo a la calle?
—Pero Clara dijiste que…
—Ya
sé lo que dije, no hagas que me arrepienta. Si lo dejamos aquí, cada
vez que lo mire recordaré a Carlo sumido en su tristeza, con la mirada
perdida. Por supuesto que quiero recordarlo, claro que sí. Él fue el
amor de mi vida, como lo eres tú ahora.
—Y sigue siendo el padre de Roberto.
—Sí, tampoco quiero que él lo olvide. Pero no así. No de ese modo.
—Como tú quieras Clara, lo sacaré en cuanto termine de pintar esta pared, si te parece bien.
—He
hablado con Mariella, su padre está enfermo y le vendrá muy bien. Casi
no puede levantarse de la cama. —Sus manos continuaban acariciando el
sillón de manera compulsiva—. Aquí seguro que podrá descansar sin estar
apartado de su familia. Carlo era incapaz de dormir debido a los
dolores, siempre necesitaba mantenerse sentado.
—¿Estás bien Clara?
—Sí —dijo como si hubiera salido de un profundo trance—, estoy bien. Esos cannoli no se van a comer solos, vas a necesitar energía.
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2.
Pocos
días después, Calcetines descansaba dentro de una caja de cartón y
Roberto la sujetaba con tanta fuerza que la aplastaba por el centro.
Francesco cerró la puerta con llave y recogió del suelo una bolsa de
mimbre llena de comida. Clara intentó sujetar la caja pero Roberto la
apartó de manera brusca.
—Déjame mamá, puedo hacerlo solo.
—¡Vale,
vale! Está bien. ¿Crees que Calcetines estará contento en nuestra casa?
¿No echará de menos la de Francesco? —Roberto se encogió de hombros,
aunque su cara se llenó de preocupación.
—No
creo que la eche de menos —dijo Francesco quitando hierro al asunto—,
Roberto se ha convertido en su mejor amigo y vuestra casa es mucho más
grande que la mía. Siempre que estemos juntos todo irá bien. ¿A que sí?
—Clara asintió con una sonrisa.
—¿Me prometes que nunca nos vas a abandonar?
—¡Roberto!
¡Claro que no! Me vas a tener detrás de tu oreja todos los días como no
hagas bien los deberes. —Francesco le alborotó el pelo y Roberto cerró
los ojos con fuerza.
Caminaron
cuesta abajo, en busca de la casa de Clara. Se ubicaba a tan solo un
par de calles y el grueso de la mudanza ya lo habían hecho. Había
comenzado a atardecer y las sombras empezaban a estirarse. Francesco
saludó a una mujer anciana, pero esta ni tan siquiera le miró a la cara.
Siempre se sentaba aprovechando una franja de sol que se colaba entre
dos casas y Francesco pensó que se habría dormido. Detrás marchaba
Roberto, seguía sujetando la caja con firmeza mientras observaba por un
agujero como el gato se movía en el interior. La anciana levantó la
cabeza cuando Clara pasó por su lado y dijo una sola palabra.
—Puta.
Clara
se detuvo. Francesco se dio la vuelta y paró a Roberto, que como de
costumbre permanecía ajeno a la escena. Tras unos segundos, Clara
continuó su marcha y los tres llegaron a la casa.
—Francesco, entrad vosotros. Tengo que resolver un asunto.
—Clara,
no le hagas caso. —Roberto ya había entrado, abrió la caja y Calcetines
comenzó a olisquear el mobiliario con cierto recelo.
—No
voy a permitir que una vieja me llame puta delante de mi hijo. Si lo
dejo pasar, dentro unos días me lo estarán llamando en todo el barrio.
Eso, si no lo hacen ya.
Un
humillo vaporoso flotaba por la cocina. El aroma a aceitunas
machacadas, anchoas y tomate te golpeaba en el tabique nasal con solo
entrar por la puerta. Los únicos testigos del paso del tiempo eran la
altura de Roberto, que había crecido casi un palmo, y las paredes. En su
mayoría habían perdido el blanco impoluto y en una de ellas se estaba
desprendiendo el estucado. Lo que de verdad importaba para ellos, era
que aquella casa se había convertido de nuevo en un hogar.
—¡Mamá, ya estamos en casa! —gritó Roberto con solo asomar la cabeza por la entrada.
—¿Estamos? —contestó Clara desde la otra punta de la vivienda.
Francesco entró en la cocina y dejó una caja de contrachapado llena de herramientas, en el hueco que había entre dos muebles.
—He pasado por la escuela a recoger a Roberto. Hoy he terminado un poco antes.—Francesco aspiró el humillo—. ¿Puedo probarlo?
—Todavía no he añadido las anchoas, espera un segundo.
Desde
el salón se escucharon tres fuertes golpes. La madre salió corriendo,
pensando que algo podía haberle pasado a Roberto, pero lo vio sentado en
el suelo jugando con el gato. Su cartera de piel estaba tirada en la
alfombra, se había desabrochado y un libro de hojas amarillentas
sobresalía.
—Roberto, debes de tener más cuidado con los libros, valen muy caros…
Tres
golpes sonaron de nuevo de manera regular, fuerte y pausada. Clara
abrió la puerta. Un hombre uniformado de anchos hombros se cuadró ante
la presencia de la mujer.
—Busco a Francesco De Rossi.
—Sí, un momento por favor.
Francesco
apareció detrás de Clara, la apartó y cogiendo el papel cerró de un
portazo. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, junto a Roberto,
y Clara hizo lo propio. Leyó la misiva sin mencionar palabra. El mentón
se le empezó a arrugar y aguantó para no ponerse a llorar. Clara se
tapaba la boca para disimular su aflicción, pero las lágrimas saltaban
por encima de los dedos.
—¿Qué pasa mamá?
Tras unos segundos Clara se recompuso. Su mano apretaba con fuerza la de Francesco.
—Nada Roberto, lleva la cartera a tu cuarto y lávate las manos. Ahora vamos.
—El niño hizo caso sin rechistar—. ¿Es…? —Francesco asintió—. ¿Cuándo tienes que irte? —dijo con la voz rota.
—Dentro de cuatro días. El lunes, a mediodía.
Clara
rompió a llorar desconsolada y se abrazaron. Roberto observaba la
escena desde la otra punta de la casa, y aunque no podía escuchar lo que
hablaban, creía entender que algo malo estaba pasando, porque su madre y
Francesco llevaban varios minutos abrazados casi sin hablar.
—Roberto
se va a morir de pena —susurró Clara—. Yo, me voy a morir de pena.
—Habían deshecho el abrazo, y ahora sus cuatro manos se entrelazaban en
un nudo de dolor—. Si te vas, ¿cuántas posibilidades hay de que vuelvas?
—Pocas, supongo.
—Esto
no puede estar pasando… No puedo quedarme sola otra vez… Tiene que
haber alguna manera de evitarlo. Podemos ir con mi hermana, allí no te
encontrarán.
—¿A
Francia? Ellos son el enemigo. ¡Nos tratarán de espías! Además tú y
Roberto no tenéis por qué marcharos, aquí estáis seguros. Esto no tiene
nada que ver con vosotros. Nadie va a atacar Sicilia.
—No pienso dejar que te vayas Francesco.
—No hay ninguna manera Clara, ya lo hemos hablado muchas veces y sabíamos que este momento podía llegar.
—¡Algo podrás hacer! ¡No, no puedes abandonarnos!
Francesco se puso de pie y se apoyó en el dintel de la pequeña chimenea, pensativo.
—Podría cortarme un brazo, o una pierna…
—Oh, por Dios, Francesco. —Empezó a sollozar de nuevo.
—¡Pero
podrían fusilarme igualmente por traidor! —Continuó cavilando mientras
Clara se deshacía en lágrimas—. No hay ninguna posibilidad, Clara. Tengo
que ir al norte y manteneros a salvo.
Un
denso humo negro salía de la cocina, y el aroma a deliciosa salsa
siciliana se había convertido en un agrio hedor. Francesco acudió a la
carrera y apartó la cazuela del fuego. Clara continuaba sentada en la
alfombra, y emitía un susurro casi agónico que solo ella podía oír.
—No
es posible… No es posible… Yo podría conseguir que… —La respiración se
aceleró y sintió que la yugular le iba a explotar con cada latido. La
luminosidad de la habitación se desvaneció, como si alguien corriese un
negro velo delante de sus ojos, y se desmayó.
Durante
el día siguiente casi no se hablaron. Francesco abrazaba constantemente
a Roberto, y el niño le correspondía con creces. Era pequeño, y
distraído, pero en esta ocasión no era ajeno a lo que sucedía a su
alrededor.
Aunque
todavía faltaban dos días para su partida, Francesco decidió organizar
sus enseres más valiosos. No eran más que un compendio de zapatos,
herramientas de trabajo y una caja de terciopelo que contenía dos plumas
estilográficas, que había recibido en compensación por un encargo
impagado. Él no entendía de artilugios de escritura, pero le parecían
caras y resolvió guardarlas por si llegado el momento, necesitaba una
fuente de ingresos diferente a pintar casas o arreglar cañerías. Clara
frotaba a Roberto con una pastilla de jabón cuando Francesco entró en el
baño.
—Clara, tenemos que hablar.
—Sí, enseguida voy. Roberto frótate bien por las axilas y detrás de las orejas.
—Sí mamá, hasta que salga brillo —dijo burlón. Clara le devolvió una sonrisa forzada y salió del cuarto de baño.
—Ven
—dijo Roberto llevándola al dormitorio. En una esquina había dispuesto
varias cajas de zapatos y otros enseres. Clara se le abrazó—. Escúchame
Clara —anunció separándola con suavidad—. Es necesario hacer esto. Esas
son mis cosas más valiosas, además de vosotros.
—Oh, Francesco… —Clara tragó saliva.
—Escúchame
Clara, es importante —Clara asintió—. Si no vuelvo y necesitáis dinero,
véndelas. Esta mañana he firmado los papeles —dijo entregándole unas
llaves—. Aunque sea poco más que una guarida, mi casa no tiene deudas, y
si me pasa algo podrás disponer de ella. Todo lo mío es tuyo.
Clara
lo observaba con los ojos vidriosos, conteniendo las lágrimas. Roberto
entró corriendo en la habitación, solo llevaba puestos los calzoncillos y
tenía el pelo empapado. Gritaba de pura rabia.
—¡Mentiroso! Me dijiste que nunca nos ibas a dejar. ¡Eres un mentiroso!
—Roberto, no os voy a dejar, yo…
—Tranquilo Francesco, yo hablaré con él —dijo Clara apesadumbrada, cogió a Roberto y salieron del dormitorio.
Aquella
noche sin luna fue la más oscura del mes, y Clara tuvo que usar la luz
de un candil para atravesar las lúgubres calles. Caminaba todo lo rápido
que podía, puesto que no quería que Francesco se despertase y viera la
cama vacía.
Llevaba
puesta una pequeña manta sobre los hombros, sin embargo aquella noche
el viento traía consigo un aliento cálido. Clara se asustó cuando las
campanas sonaron, y temió ser descubierta por algún vecino insomne. Dio
un vistazo y todas las ventanas estaban cerradas, por suerte o por
desgracia las tres de la madrugada era la hora ideal para delincuentes y
asaltadores. Tras varios minutos de caminata, Clara aporreó la aldaba
de manera insistente hasta que un hombre con cara de sueño la recibió.
—¿Qué quiere señora? ¿No ha visto usted la hora que es?
—Excúseme, necesito hablar con el Consiglieri.
—¿Está usted loca? ¡Señora, la mafia en Italia ha desaparecido, aquí no hay ningún Consiglieri! ¡Caput! ¿No lee los periódicos? Todas las famiglias han
emigrado a Estados Unidos o han sido asesinadas por Mussolini, el gran
Mussolini. Ande, váyase a dormir, que va usted a coger frío. Buenas
noches.
Clara
se percató que el individuo trajeado iba a cerrar la puerta y la detuvo
colocando el candil en el hueco. La hoja lo aplastó sin llegar a romper
el cristal, tan solo un hilo de aceite cayó al suelo. El hombre volvió a
abrirla.
—Dígale
al señor Mancini que su hijo va con el mío al colegio —sentenció
elevando el tono de manera progresiva—, y que si no sale ahora me pondré
a gritar como una loca, como la loca que usted dice que soy, y todo el
pueblo se va a enterar de quién es el señor…
—¡Shhhh! —chistó el hombre de la gabardina—. Pero señora, ¿al Consiglieri…? ¡Nada más y nada menos! Santa Madonna.
—Es urgente.
—Pase —dijo una voz desde el interior.
El
domingo por la mañana los tres fueron a dar un paseo. Hacía un día
especialmente caluroso, aunque Clara eso ya lo imaginaba por el calor
que hizo la noche anterior. Desde el lado norte del pueblo se podía
observar una llanura repleta de naranjos, que era flanqueada por grandes
campos de vid.
Francesco
abrió la cesta y tendió una tela sobre la hierba. Un generoso trozo de
pan hizo compañía a los tomates frescos y la carne seca. Descorchó la
botella de vino que guardaba desde hace varios meses y le ofreció un
poco a Roberto.
—No le des alcohol al niño. Todavía es pequeño para tomar esas cosas.
—Pero Clara, solo es un sorbo, para que lo tiente nada más.
—Prometo portarme bien todo el día —dijo Roberto con una sonrisa de oreja a oreja.
—Pero solo un sorbo. Vaya pareja estáis hechos.
Por
la tarde estuvieron jugando a los naipes hasta que Calcetines, quién
ganó todo el protagonismo, entró en escena. Por la noche Francesco acabó
la botella de vino y tras hacer el amor con Clara, juntando los dos
lechos por última vez, se quedó profundamente dormido.
En mitad de la noche, Francesco notó como alguien le zarandeaba del brazo.
—¿Qué pasa?
Abrió
los ojos y vio a Clara junto a él. Estaba guapísima, y llevaba puesta
la ropa de calle. Sobre los pies de la cama descansaba una maleta.
—Francesco, ¿confías en mí?
—Pues claro que confío en ti, pero...
—Prometiste que nunca nos íbamos a separar, y sé que no está en tu mano evitarlo, pero en la mía, sí.
—¿Qué has hecho, Clara?
—Lo
único que podía hacer. Recoge tus cosas. Ya he guardado tus plumas y un
par de zapatos en mi maleta, solo nos dejan llevar una por persona.
Date prisa.
Todavía
en pijama se asomó por la ventana. Un coche esperaba en la puerta con
las luces y el motor apagados. En el exterior había un hombre con
gabardina al que conocía a la perfección.
—Clara…
—Lo siento Francesco, no te pienso dejar marchar.
Clara
esperó en el salón junto a Roberto, que sujetaba a Calcetines. El gato
se había acostumbrado a los brazos del niño y ya no necesitaba una caja
para transportarlo. Francesco se reunió con ellos a los pocos minutos y
los tres salieron a la calle. Clara cerró la puerta y le entregó las
llaves al hombre del coche.
—Señora Bianchi, el gato no puede subir en el coche.
—El gato se viene, y punto —dijo Clara sin dejar a Roberto la opción de rechistar.
—¡Como usted quiera! ¡Vaya mujer se ha echado amigo! —le dijo el hombre a Francesco.
—No lo sabe usted bien, amigo... No lo sabe usted bien.
Entraron en el coche, arrancó, y desapareció calle abajo con las luces apagadas.